domingo, 28 de noviembre de 2010

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

El mundo agitado que nos ha tocado vivir invita, no pocas veces, a la tristeza y al pesimismo. El cúmulo de noticias de guerra, muertes, violaciones crean en el ánimo no sólo un desencanto, sino un verdadero decaimiento anímico y espiritual. La contemplación serena y profunda del adviento del Señor es una invitación a no dejarnos llevar por esta tentación. Por encima de las apariencias de este mundo y de sus miserias está la promesa y el amor de Dios, por encima de la noche obscura que nos rodea está el amanecer de un nuevo día y una nueva esperanza. Dios no abandona al hombre en sus tinieblas y en su obscuridad, Dios no se desentiende de un mundo en peligro. Él mismo viene a rescatarnos porque tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo Unigénito. No miremos ya más las tinieblas pues nada bueno de ellas obtendremos, volvamos nuestra mirada al rostro de Cristo, revistámonos en nuestro ser y en nuestras obras de Cristo el Señor. La vida presente tiene un valor de redención, en ella vamos construyendo la parte que nos corresponde en la obra de la salvación. Esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, su sufrimiento, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! (Pablo VI).

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